Los españoles de bien y la doctrina Parot.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dejado sin efecto la doctrina Parot. A pesar de numerosas reacciones especialmente virulentas, lo cierto es que no se ha acordado de forma arbitraria la libertad de Inés del Río, que llevaba 26 años en prisión. Lo que ha proclamado el tribunal es algo muy distinto: la reclusa debía quedar en libertad porque ya hacía algunos años que había cumplido su condena. El presidente del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León, José Luis Concepción, ha manifestado que la citada sentencia “entristece profundamente a todos los españoles de bien”. Desde el respeto que nos merece la valiosa trayectoria profesional de José Luis Concepción, dicha valoración nos parece poco afortunada.
Resulta indudable que la polémica sobre la doctrina Parot ha puesto encima de la mesa distintas nociones sobre los márgenes de las condenas, sobre la finalidad de las penas o sobre los límites de la lucha antiterrorista. Pero no parece admisible que la defensa de una perspectiva determinada se practique desde la aureola de una España eterna, que convierte en malos españoles a quienes defienden los principios de un Estado de Derecho respetuoso con las garantías que deben asistir a toda persona, sea un ciudadano ejemplar o un delincuente consumado. Desde la judicatura nunca se ha mostrado la menor comprensión hacia los crímenes terroristas. Hemos sido víctimas. Y también hemos sido un colectivo amenazado, que ha necesitado protección ante el riesgo de atentados.
Sin embargo, desde una óptica jurídica, no se pueden retorcer las normas y los derechos para combatir el terrorismo. Somos ciudadanos de bien los que creemos que no resulta aceptable que una persona sea condenada a una pena determinada y que, durante su cumplimiento, se acuerde una duración mayor a la prevista inicialmente. Las penas deben tener un principio y un final preestablecidos. A los defensores de la cadena perpetua se les debe recordar que la misma está prohibida por el artículo 25-2 de la Constitución: las penas privativas de libertad están orientadas a la reinserción social. Desde la solidaridad con el sufrimiento de las víctimas y desde el rechazo categórico a la violencia terrorista, debemos esperar también que el Estado de Derecho sea capaz de cumplir sus propias normas, porque en caso contrario nos pondremos al mismo nivel de quienes infringen la ley.
Somos ciudadanos de bien los que nos alarmamos ante la escalada populista que cada vez más nos aleja de Europa y sus principios jurídicos sobre el tratamiento de la delincuencia. Hubo un tiempo en el que se compartían ampliamente esos valores. No se cuestionaba que la función de la cárcel tenía que ser la rehabilitación. Y que la condena no guardaba relación con la venganza. Pero asistimos a una espiral enloquecida de continuo endurecimiento penal, alentada por políticos que utilizan de forma interesada las reformas legales, mediante la manipulación emocional de la población, con la finalidad de conseguir réditos electorales. Estamos a la cabeza en el porcentaje de presos por habitante entre los países de Europa Occidental. Y ello sin necesidad: tenemos y hemos tenido en las últimas décadas los niveles europeos más bajos de delincuencia. Ha sido la creciente severidad de nuestro Código Penal la que ha llevado a prisión a un porcentaje de reclusos sin comparación con nuestros vecinos. Y el camino sigue ascendente, ante proyectos de dudosa constitucionalidad como la prisión permanente revisable.
Somos ciudadanos de bien quienes pensamos que las víctimas deben tener el apoyo estatal, pero no pueden determinar el sistema penal de una sociedad. Resulta comprensible que las víctimas deseen el máximo castigo para quienes les han dañado. Precisamente por el interés directo de los perjudicados, deben ser las instituciones competentes, de manera proporcionada, quienes establezcan el tratamiento adecuado de las distintas formas de delincuencia. La venganza de las víctimas fue la regla en etapas históricas previas al Estado de Derecho. No resulta válida en la situación presente. Los poderes públicos deben reparar a las víctimas hasta donde sea posible, en el ámbito del resarcimiento económico y desde una perspectiva asistencial.
Y somos ciudadanos de bien lo que pedimos respeto por las decisiones de nuestros tribunales. Es incompatible con nuestra democracia constitucional que haya cargos públicos de cierta relevancia que participen en la calle en actos en los que se exige que no se acaten las sentencias. Ningún país civilizado puede mantener sus estructuras sociales sin cumplir las decisiones de sus tribunales. Se puede superar el dolor de los atentados terroristas, como ha demostrado con coraje nuestra sociedad. Pero nunca saldremos adelante si no respetamos nuestras instituciones esenciales. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos forma parte de nuestro organigrama judicial. Confirmó la ilegalización de Batasuna y entonces nadie dudó de su imparcialidad. Resulta poco razonable cuestionar su legitimidad ahora. Ojalá regresen los tiempos en los que toda la ciudadanía de bien vuelva a defender los principios del Estado de Derecho, nuestro sistema de instituciones judiciales y los derechos fundamentales de todas las personas sin excepción.
(Joaquim Bosch – Magistrado y portavoz de Jueces para la Democracia)
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